Artículo de Pedro Rodríguez
Mariño, sacerdote
Comienzo
a escribir la tarde de un domingo lluvioso. No he podido pasear como tengo
recomendado. Aunque no siga ninguna en particular, son muchas las competiciones
deportivas que se acumulan en los fines de semana, y muchos los equipos que
intentan colocarse alto en sus respectivos grupos o ligas, de fútbol o de otras
especialidades. Especial tirón tienen la Copa Davis y la Fórmula 1. En otro
orden de cosas, pero también competitivo, están las informaciones de las campañas
electorales de más o menos rango o cercanía que se van sucediendo, o la
celebración de congresos de todo tipo y contenidos: últimas investigaciones,
descubrimientos o nuevas técnicas.
Entre
éstas y otras noticias los medios de comunicación enhebran las propagandas
comerciales que, al ritmo de la oferta y la demanda, casi nos dejan en el
regazo o en el paladar los maravillosos productos que anuncian, mientras
compiten precios y calidades en continua cascada: escaparates, rebajas, precios
inverosímiles, auténticos regalos… Es el esplendor del consumismo. Al final, o en
el fondo de toda esta “movida” de calidades y competiciones está la libertad de
las personas. Elegimos y elegiremos en todo si podemos, si no estamos impedidos
por algún obstáculo. Elegimos prendas de vestir en todas sus variantes: de
trabajo, de deporte, informales, elegantes o festivas. Elegimos prensa, libros…
Elegimos restaurante y menús. Elegimos personas que nos ayuden en el trabajo e
instrumentos para realizarlo… En todo, en todo elegimos y cuando tratamos de
ofrecer el servicio de nuestro quehacer profesional procuramos ser competentes,
es decir, competitivos.
En
este mundo de ofertas y elecciones libres aparecen algunas motivadas por las
diferencias de hombre y mujer. Por ejemplo, tiendas de ropa o calzado
femeninos, o sólo para caballeros. También en las competiciones deportivas,
pruebas masculinas o femeninas. Porque resulta lógico, práctico o conveniente y
eficaz. A nadie se le ocurre decir que estas prácticas sean discriminatorias
para las mujeres. Todo lo contrario, suponen mayor consideración y atención
hacia las mujeres, y también hacia los hombres.
Es
praxis en una sociedad desarrollada que el Estado garantice la formación de la
juventud hasta el nivel de bachillerato inclusive. Y es signo de ese mismo
desarrollo de la sociedad que surjan instituciones dedicadas a la enseñanza
que, cumpliendo con los convenientes requisitos de homologación, ofrezcan
técnicas o procedimientos distintos a los seguidos en los centros estatales. En
esto, como en todo, siguiendo la búsqueda de la excelencia, de lo mejor. Por
buenos niveles que alcance la enseñanza estatal no se puede pretender que sea
insuperable y la última palabra. La vida es rica en realidades y abundan
centros estatales magníficos y centros de iniciativa privada estupendos. La
empresa privada, de menor tamaño que la estatal, puede tener más agilidad para
ensayar experiencias pioneras, para seguir más de cerca a los alumnos y a los
profesores, y promover una investigación más ágil.
No
se oculta a ninguno que la educación es un tema amplio y complejo, en el que
hace falta inventiva, se está expuesto a fracasos, y los éxitos son arduos.
Sobre todo en la edad juvenil, etapa de formación por excelencia. El reciente
“Informe de seguimiento de la Educación para todos en el mundo de 2012”,
publicado por la UNESCO a mediados de octubre último, sitúa a España a la
cabeza de Europa en el fracaso escolar, abandono escolar y paro juvenil. Está
claro que en esta materia y ante estos datos todo aporte positivo, que abra
camino de esperanza, debe ser bien acogido, favorecido y considerado como
orientación aceptable. Y se comprende que el gobierno impulse proyectos de
reformas.
Una
de las cuestiones debatidas hoy en este mundo de la enseñanza es la Educación
Diferenciada. La opción formativa que unifica por razón de sexo a los alumnos:
centros sólo de niñas y centros sólo de muchachos, sobre todo en las edades de
escolarización que coinciden con el desarrollo físico, psíquico y espiritual de
los alumnos. Edades de transformaciones profundas y formación del carácter, con
la consiguiente inestabilidad y titubeos. La homogeneidad facilita mucho la
tarea de enseñar al profesor, y a la vez la concentración para el aprendizaje.
Las evaluaciones confirman los buenos resultados de la enseñanza diferenciada
en lo académico y en todo tipo de actividades complementarias. El testimonio de
los profesores resulta también definitivo: ¡qué complicado es atender una clase
cuando además es mixta, claman los que la sufren! La cosa es más llevadera
cuando se trata de alumnos varones nada más, o solamente de alumnas. En una
sociedad plural como la nuestra no hay por qué negar la opción de la Educación
Diferenciada, naturalmente con la ayuda del concierto económico, a los padres
que la elijan para sus hijos.