por Mons. Sebastián
En estos días estamos todos conmovidos por la catástrofe de Haití. Una vez más la naturaleza parece que se ensaña contra la vida de los hombres. Nos hablan de más de 200.000 muertos y tres millones de afectados. Uno de cada cuatro habitantes del país. Las televisiones nos han mostrado imágenes terribles. Hemos visto personas semienterradas pidiendo auxilio, madres afligidas llorando sobre sus hijos muertos, cadáveres amontonados en las calles.
Ante el sufrimiento de tanta gente inocente, no puede faltar quien plantea la pregunta de la audacia humana: ¿Cómo Dios puede permitir esto? Si es verdad que el mundo fue creado y está regido por un Dios bueno, ¿cómo es posible que ocurran estas calamidades? Algunos, con apariencia de una radical honestidad, dan un paso más: Ante estos hechos, vale más pensar que no hay ningún Dios en el Cielo. Si lo hubiera sería un ser muy cruel y muy injusto. El sufrimiento de los inocentes ha sido y está siendo argumento, aparentemente insuperable, para muchos ateos. Recordemos las novelas y el teatro de Albert Camus. Estos cuestionamientos parecen intelectualmente honestos y humanamente solidarios. En el fondo, por lo menos objetivamente, son bastante hipócritas, tirando a impíos, pues culpan a Dios de nuestros males sin preguntarnos por nuestra propia culpabilidad. ¿Podemos culpar a Dios de estas desgracias?”.
La reflexión y la revelación divina nos dicen que Dios creó todas las cosas existentes sabiamente y por amor. La Biblia nos dice hermosamente que Dios, después de haberlo creado, vio que el mundo, su mundo, era bueno y hermoso. Y luego nos creó a nosotros y puso el mundo en nuestras manos. Que el mundo es bueno y está creado para el hombre, a la vista está. En él encontramos con abundancia todo lo que necesitamos para vivir. A medida que lo conocemos mejor, encontramos más maravillas, más recursos, más posibilidades para una vida cada vez más amplia y más agradable. Otra cosa es cómo utilizamos nosotros las posibilidades que Dios ha puesto en el mundo para nuestra vida. El conocimiento y la utilización de los recursos del mundo responden a los deseos dominantes de los hombres y al estilo de vida imperante en las naciones más poderosas. Es curioso que los mayores adelantos técnicos aparezcan frecuentemente con ocasión de las guerras.
La verdad es que los hombres no utilizamos bien los abundantes recursos que Dios ha puesto en el mundo. La creación es limitada, vivir en el mundo tiene muchos riesgos. Pero los hombres tenemos capacidad para prevenirlos, para remediarlos, para defendernos de las agresiones de la naturaleza. Lo que ocurre es que somos egoístas, insensatos, queremos disfrutar del mundo sin compartirlo, investigamos y producimos lo que nos interesa para vivir bien unos pocos y dejamos a los demás abandonados a su suerte, abandonados a lo que pueda ocurrirles en su pobreza y en su indefensión. Luego tenemos la osadía de atribuir a Dios el sufrimiento de nuestros hermanos. Si los hombres fuéramos más justos y más sensatos buscaríamos siempre el bien de todos, no dejaríamos a nadie fuera de los bienes de Dios, no habría “primer mundo” y “tercer mundo”. Habría un mundo de hermanos, un mundo que progresaría junto y disfrutaría de manera parecida de los bienes y las ayudas de Dios. Somos nosotros, con nuestro egoísmo, hecho ciencia y hecho política, los responsables de la vulnerabilidad de nuestros hermanos.
Dios conoce nuestras limitaciones. Conoce incluso nuestros pecados. Y ha hecho todo lo que podía hacer para librarnos de su poder y de sus consecuencias. “A los suyos vino y los suyos no le recibieron”. Rechazamos, y muchos siguen rechazando, la ayuda de Dios. Estamos muy satisfechos de nosotros mismos. No queremos ayuda de nadie. Aun así El vino, sufrió el rechazo de sus hermanos, pagó su amor y su fidelidad con el sacrificio de su vida, entró él mismo en el catálogo de los rechazados, de las víctimas, de los abandonados. Nadie puede decir que Dios se haya mostrado insensible al dolor de los hombres. El mismo ha entrado en el mundo de la pobreza y del sufrimiento. El descendió hasta el fondo de la postración y del sufrimiento, en una muerte injusta, a manos de la injusticia y de las ambiciones de los hombres. Desde el abismo de su muerte nos sigue mostrando la verdad de su amor para que creamos en El, para que nos dejemos guiar por El, para lleguemos a construir, con su ayuda, un mundo de hermanos en donde el dolor sea vencido por el amor. Y nosotros seguimos satisfechos de nosotros mismos, orgullosos de nuestros pecados a pesar de los sufrimientos materiales y espirituales que oprimen a los hombres por todas partes. No debemos hablar de los castigos de Dios. Tenemos que hablar de la obstinación de nuestra soberbia, de las consecuencias de nuestros pecados.
En la providencia ordinaria Dios mantiene la estabilidad de las leyes de la naturaleza, pues de otra manera nosotros no podríamos vivir razonablemente, no podríamos proyectar ni construir nada. Necesitamos vivir en un mundo estable, de otro modo no podría haber ciencia ni construcciones técnicas de ninguna clase. La regularidad de las leyes del mundo tiene una ventaja, y es que nos permite calcular, prever, colaborar con la naturaleza. Pero tiene también un precio, quien las ignora o las vulnera lo paga. En nosotros está actuar con la prudencia necesaria para no desafiar las leyes de la naturaleza a las cuales también nosotros estamos sometidos. Si alguien por avaricia, o por cualquier otro motivo pecaminoso, hace una carretera mal, o no revisa adecuadamente los motores de un avión, o construye mal un puente, no podemos culpar a Dios de las consecuencias. En la mayoría de los casos, la causa de las desgracias naturales, son nuestro pecados, y en otros casos nuestras imprudencias, nuestras limitaciones.
El espíritu, la vida espiritual, tiene también sus leyes, que nosotros no valoramos en lo que se merecen, y quien va contra ellas, a la corta o a la larga, sufre también las consecuencias. Se cumple en nosotros el dicho popular “En el pecado lleva la penitencia”. La mayoría de los desastres que parecen naturales son consecuencia de nuestros pecados. Si, por avaricia, se monta un camping o se construye una barriada de casas en el lecho de un barranco, el día que llueva más de lo normal, el agua se llevará todo por delante. ¿Vamos a culpar a Dios? Si los hombres, con nuestras injusticias, dejamos a un pueblo aislado en la pobreza, con sus casas frágiles y sin las previsiones necesarias, el día que llega un terremoto ocurren calamidades como la que estamos lamentando. ¿Es Dios culpable o somos culpables quienes hemos dejado abandonados a su suerte a unos cuantos millones de hermanos? La causa, o la ocasión, de estas desgracias es la pobreza, y la pobreza no es obra de Dios sino de nuestros egoísmos. ¿Cuándo entenderemos que somos una familia de hermanos y que el mundo es de todos y para todos? Discutimos teorías sutiles sobre la autonomía de los gobiernos y la soberanía de los pueblos, hacemos leyes injustas, gastamos mucho dinero en cosas innecesarias, todo ello en vez de centrarnos en las cuestiones fundamentales de la justicia, la solidaridad y la fraternidad en el mundo. Si nuestro mundo fuera justo, si los hombres fuéramos justos y quisiéramos construir, entre todos y para todos, un mundo justo, sin bolsas de pobreza ni de analfabetismo, sin tantas diferencias y tantos abandonos, podríamos hacer frente a estas calamidades, no habría hambre, ni sida, ni tuberculosis, ni tantas otras cosas que afligen a nuestros hermanos más pobres y que nosotros podríamos evitar con el esfuerzo sostenido y compartido de todos.
Dios ha hecho todo lo que tenía que hacer. Nos toca a nosotros actuar según su sabiduría y sus mandatos. Se puede decir que ahora pagan justos por pecadores. Unos disfrutan de las riquezas del mundo y se protegen de sus amenazas. Otros quedan al margen de los bienes del mundo y tiene que vivir bajo la amenaza de las fuerzas de la naturaleza. Y es verdad. La respuesta definitiva, el argumento definitivo a favor de la justicia y la bondad de Dios es doble. Dios no desconoce el sufrimiento de sus hijos. Jesús, el Hijo de Dios, fue el primero que pagó, el justo por los pecadores. Es un riesgo de nuestro mundo y Dios quiso pasar por ese sufrimiento para poder comprender y consolar a todos los justos injustamente tratados en la vida. Jesús, el Hijo de Dios, también sufrió una muerte injusta, precoz, dolorosísima. Quiso compartir la suerte y la desgracia de los más pobres. Por encima de eso, Dios se ha comprometido a glorificar a todos los justos que sufren la injusticia del mundo, la injusticia del pecado. En Jesús, por la bondad de Dios, la muerte injusta quedó convertida en salto para la vida. Desde la muerte de Jesús nadie muere solo. Jesús nos espera en el momento justo de la muerte para darnos la victoria de la vida. El sufrimiento de los inocentes es el camino para llegar a la resurrección. Aquí vemos la fuerza cósmica de la resurrección de Jesús. Dios, Padre de todas sus criaturas, con su poder creador, con la fuerza de su Espíritu, levanta hasta la gloria de la vida eterna a los cuerpos inocentes destrozados por la fuerza ciega de la naturaleza y por la ceguera culpable de los muchos pecados de los hombres. El mal, la injusticia, el sufrimiento de los inocentes o de los pecadores arrepentidos, nunca tiene la última palabra. La muerte ha quedado vencida para siempre por la bondad del Dios de la vida. En la resurrección de Jesús, y en la promesa de la resurrección de los muertos se manifiesta para siempre la bondad y la justicia de Dios con todas sus criaturas.
¿Estaba Dios en Haití? Por supuesto que sí. Estaba recogiendo las almas de sus hijos atropellados por las fuerzas ciegas de la naturaleza por culpa de un mundo egoísta e inhumano. Estaba saliendo a su encuentro desde el dolor de su propia muerte. Estaba abriendo las puestas de la vida eterna a todos los inocentes privados injustamente de la vida que El mismo les había dado y que nosotros no hemos protegido. Y está ahora consolando, fortaleciendo, sosteniendo la esperanza de los que han quedado con vida, moviendo nuestros corazones para que les ayudemos ahora, ya que no fuimos capaces de ayudarles antes de manera preventiva. Los haitianos supervivientes que se reúnen en grupos para rezar y pedir la ayuda de Dios son más sabios que nosotros. Saben mejor que nosotros que Dios es siempre fuente de vida y de amor, también en los momentos de tribulación y de muerte. Sólo podremos librarnos de nuestras culpas aprendiendo la lección y cambiando de conducta en el futuro: Vivamos la fraternidad universal como Dios la quiere, levantemos ahora entre todos un Haití nuevo sobre bases de justicia y de fraternidad, construyamos un mundo justo en el que todos vivamos de una forma semejante, y en el que nadie quede desamparado al alcance de los zarpazos de una muerte prematura e injusta. Este tiene que ser por lo menos el compromiso sincero de los cristianos.
En estos días estamos todos conmovidos por la catástrofe de Haití. Una vez más la naturaleza parece que se ensaña contra la vida de los hombres. Nos hablan de más de 200.000 muertos y tres millones de afectados. Uno de cada cuatro habitantes del país. Las televisiones nos han mostrado imágenes terribles. Hemos visto personas semienterradas pidiendo auxilio, madres afligidas llorando sobre sus hijos muertos, cadáveres amontonados en las calles.
Ante el sufrimiento de tanta gente inocente, no puede faltar quien plantea la pregunta de la audacia humana: ¿Cómo Dios puede permitir esto? Si es verdad que el mundo fue creado y está regido por un Dios bueno, ¿cómo es posible que ocurran estas calamidades? Algunos, con apariencia de una radical honestidad, dan un paso más: Ante estos hechos, vale más pensar que no hay ningún Dios en el Cielo. Si lo hubiera sería un ser muy cruel y muy injusto. El sufrimiento de los inocentes ha sido y está siendo argumento, aparentemente insuperable, para muchos ateos. Recordemos las novelas y el teatro de Albert Camus. Estos cuestionamientos parecen intelectualmente honestos y humanamente solidarios. En el fondo, por lo menos objetivamente, son bastante hipócritas, tirando a impíos, pues culpan a Dios de nuestros males sin preguntarnos por nuestra propia culpabilidad. ¿Podemos culpar a Dios de estas desgracias?”.
La reflexión y la revelación divina nos dicen que Dios creó todas las cosas existentes sabiamente y por amor. La Biblia nos dice hermosamente que Dios, después de haberlo creado, vio que el mundo, su mundo, era bueno y hermoso. Y luego nos creó a nosotros y puso el mundo en nuestras manos. Que el mundo es bueno y está creado para el hombre, a la vista está. En él encontramos con abundancia todo lo que necesitamos para vivir. A medida que lo conocemos mejor, encontramos más maravillas, más recursos, más posibilidades para una vida cada vez más amplia y más agradable. Otra cosa es cómo utilizamos nosotros las posibilidades que Dios ha puesto en el mundo para nuestra vida. El conocimiento y la utilización de los recursos del mundo responden a los deseos dominantes de los hombres y al estilo de vida imperante en las naciones más poderosas. Es curioso que los mayores adelantos técnicos aparezcan frecuentemente con ocasión de las guerras.
La verdad es que los hombres no utilizamos bien los abundantes recursos que Dios ha puesto en el mundo. La creación es limitada, vivir en el mundo tiene muchos riesgos. Pero los hombres tenemos capacidad para prevenirlos, para remediarlos, para defendernos de las agresiones de la naturaleza. Lo que ocurre es que somos egoístas, insensatos, queremos disfrutar del mundo sin compartirlo, investigamos y producimos lo que nos interesa para vivir bien unos pocos y dejamos a los demás abandonados a su suerte, abandonados a lo que pueda ocurrirles en su pobreza y en su indefensión. Luego tenemos la osadía de atribuir a Dios el sufrimiento de nuestros hermanos. Si los hombres fuéramos más justos y más sensatos buscaríamos siempre el bien de todos, no dejaríamos a nadie fuera de los bienes de Dios, no habría “primer mundo” y “tercer mundo”. Habría un mundo de hermanos, un mundo que progresaría junto y disfrutaría de manera parecida de los bienes y las ayudas de Dios. Somos nosotros, con nuestro egoísmo, hecho ciencia y hecho política, los responsables de la vulnerabilidad de nuestros hermanos.
Dios conoce nuestras limitaciones. Conoce incluso nuestros pecados. Y ha hecho todo lo que podía hacer para librarnos de su poder y de sus consecuencias. “A los suyos vino y los suyos no le recibieron”. Rechazamos, y muchos siguen rechazando, la ayuda de Dios. Estamos muy satisfechos de nosotros mismos. No queremos ayuda de nadie. Aun así El vino, sufrió el rechazo de sus hermanos, pagó su amor y su fidelidad con el sacrificio de su vida, entró él mismo en el catálogo de los rechazados, de las víctimas, de los abandonados. Nadie puede decir que Dios se haya mostrado insensible al dolor de los hombres. El mismo ha entrado en el mundo de la pobreza y del sufrimiento. El descendió hasta el fondo de la postración y del sufrimiento, en una muerte injusta, a manos de la injusticia y de las ambiciones de los hombres. Desde el abismo de su muerte nos sigue mostrando la verdad de su amor para que creamos en El, para que nos dejemos guiar por El, para lleguemos a construir, con su ayuda, un mundo de hermanos en donde el dolor sea vencido por el amor. Y nosotros seguimos satisfechos de nosotros mismos, orgullosos de nuestros pecados a pesar de los sufrimientos materiales y espirituales que oprimen a los hombres por todas partes. No debemos hablar de los castigos de Dios. Tenemos que hablar de la obstinación de nuestra soberbia, de las consecuencias de nuestros pecados.
En la providencia ordinaria Dios mantiene la estabilidad de las leyes de la naturaleza, pues de otra manera nosotros no podríamos vivir razonablemente, no podríamos proyectar ni construir nada. Necesitamos vivir en un mundo estable, de otro modo no podría haber ciencia ni construcciones técnicas de ninguna clase. La regularidad de las leyes del mundo tiene una ventaja, y es que nos permite calcular, prever, colaborar con la naturaleza. Pero tiene también un precio, quien las ignora o las vulnera lo paga. En nosotros está actuar con la prudencia necesaria para no desafiar las leyes de la naturaleza a las cuales también nosotros estamos sometidos. Si alguien por avaricia, o por cualquier otro motivo pecaminoso, hace una carretera mal, o no revisa adecuadamente los motores de un avión, o construye mal un puente, no podemos culpar a Dios de las consecuencias. En la mayoría de los casos, la causa de las desgracias naturales, son nuestro pecados, y en otros casos nuestras imprudencias, nuestras limitaciones.
El espíritu, la vida espiritual, tiene también sus leyes, que nosotros no valoramos en lo que se merecen, y quien va contra ellas, a la corta o a la larga, sufre también las consecuencias. Se cumple en nosotros el dicho popular “En el pecado lleva la penitencia”. La mayoría de los desastres que parecen naturales son consecuencia de nuestros pecados. Si, por avaricia, se monta un camping o se construye una barriada de casas en el lecho de un barranco, el día que llueva más de lo normal, el agua se llevará todo por delante. ¿Vamos a culpar a Dios? Si los hombres, con nuestras injusticias, dejamos a un pueblo aislado en la pobreza, con sus casas frágiles y sin las previsiones necesarias, el día que llega un terremoto ocurren calamidades como la que estamos lamentando. ¿Es Dios culpable o somos culpables quienes hemos dejado abandonados a su suerte a unos cuantos millones de hermanos? La causa, o la ocasión, de estas desgracias es la pobreza, y la pobreza no es obra de Dios sino de nuestros egoísmos. ¿Cuándo entenderemos que somos una familia de hermanos y que el mundo es de todos y para todos? Discutimos teorías sutiles sobre la autonomía de los gobiernos y la soberanía de los pueblos, hacemos leyes injustas, gastamos mucho dinero en cosas innecesarias, todo ello en vez de centrarnos en las cuestiones fundamentales de la justicia, la solidaridad y la fraternidad en el mundo. Si nuestro mundo fuera justo, si los hombres fuéramos justos y quisiéramos construir, entre todos y para todos, un mundo justo, sin bolsas de pobreza ni de analfabetismo, sin tantas diferencias y tantos abandonos, podríamos hacer frente a estas calamidades, no habría hambre, ni sida, ni tuberculosis, ni tantas otras cosas que afligen a nuestros hermanos más pobres y que nosotros podríamos evitar con el esfuerzo sostenido y compartido de todos.
Dios ha hecho todo lo que tenía que hacer. Nos toca a nosotros actuar según su sabiduría y sus mandatos. Se puede decir que ahora pagan justos por pecadores. Unos disfrutan de las riquezas del mundo y se protegen de sus amenazas. Otros quedan al margen de los bienes del mundo y tiene que vivir bajo la amenaza de las fuerzas de la naturaleza. Y es verdad. La respuesta definitiva, el argumento definitivo a favor de la justicia y la bondad de Dios es doble. Dios no desconoce el sufrimiento de sus hijos. Jesús, el Hijo de Dios, fue el primero que pagó, el justo por los pecadores. Es un riesgo de nuestro mundo y Dios quiso pasar por ese sufrimiento para poder comprender y consolar a todos los justos injustamente tratados en la vida. Jesús, el Hijo de Dios, también sufrió una muerte injusta, precoz, dolorosísima. Quiso compartir la suerte y la desgracia de los más pobres. Por encima de eso, Dios se ha comprometido a glorificar a todos los justos que sufren la injusticia del mundo, la injusticia del pecado. En Jesús, por la bondad de Dios, la muerte injusta quedó convertida en salto para la vida. Desde la muerte de Jesús nadie muere solo. Jesús nos espera en el momento justo de la muerte para darnos la victoria de la vida. El sufrimiento de los inocentes es el camino para llegar a la resurrección. Aquí vemos la fuerza cósmica de la resurrección de Jesús. Dios, Padre de todas sus criaturas, con su poder creador, con la fuerza de su Espíritu, levanta hasta la gloria de la vida eterna a los cuerpos inocentes destrozados por la fuerza ciega de la naturaleza y por la ceguera culpable de los muchos pecados de los hombres. El mal, la injusticia, el sufrimiento de los inocentes o de los pecadores arrepentidos, nunca tiene la última palabra. La muerte ha quedado vencida para siempre por la bondad del Dios de la vida. En la resurrección de Jesús, y en la promesa de la resurrección de los muertos se manifiesta para siempre la bondad y la justicia de Dios con todas sus criaturas.
¿Estaba Dios en Haití? Por supuesto que sí. Estaba recogiendo las almas de sus hijos atropellados por las fuerzas ciegas de la naturaleza por culpa de un mundo egoísta e inhumano. Estaba saliendo a su encuentro desde el dolor de su propia muerte. Estaba abriendo las puestas de la vida eterna a todos los inocentes privados injustamente de la vida que El mismo les había dado y que nosotros no hemos protegido. Y está ahora consolando, fortaleciendo, sosteniendo la esperanza de los que han quedado con vida, moviendo nuestros corazones para que les ayudemos ahora, ya que no fuimos capaces de ayudarles antes de manera preventiva. Los haitianos supervivientes que se reúnen en grupos para rezar y pedir la ayuda de Dios son más sabios que nosotros. Saben mejor que nosotros que Dios es siempre fuente de vida y de amor, también en los momentos de tribulación y de muerte. Sólo podremos librarnos de nuestras culpas aprendiendo la lección y cambiando de conducta en el futuro: Vivamos la fraternidad universal como Dios la quiere, levantemos ahora entre todos un Haití nuevo sobre bases de justicia y de fraternidad, construyamos un mundo justo en el que todos vivamos de una forma semejante, y en el que nadie quede desamparado al alcance de los zarpazos de una muerte prematura e injusta. Este tiene que ser por lo menos el compromiso sincero de los cristianos.