El filósofo Julián Marías, discípulo de Ortega y autor de más de medio centenar de libros, no vacila en su condena enérgica sobre el aborto, al que considera «el máximo desprecio de la vida humana en toda la historia conocida».
60 millones de abortos al año en el mundo, ¿qué reflexión le sugiere este dato?
Que se ha extendido de manera aterradora la aceptación social del aborto, el máximo desprecio de la vida humana en toda la historia conocida, y a la vez la negación de la condición personal.
¿Y qué le parece que se le llame «interrupción voluntaria del embarazo»?
Me parece una expresión de refinada hipocresía. Los partidarios de la pena de muerte tienen resueltas sus dificultades. ¿Para qué hablar de tal pena, de tal muerte? La horca o el garrote pueden llamarse «interrupción de la respiración» (y con un par de minutos basta); ya no hay problema. Cuando se provoca el aborto o se ahorca no se interrumpe el embarazo o la respiración; en ambos casos «se mata a alguien». Y, por supuesto, es una hipocresía más considerar que hay diferencia según en qué lugar del camino se encuentre el niño que viene, a qué distancia de semanas o meses de esa etapa de la vida que se llama nacimiento va a ser sorprendido por la muerte
Me parece una expresión de refinada hipocresía. Los partidarios de la pena de muerte tienen resueltas sus dificultades. ¿Para qué hablar de tal pena, de tal muerte? La horca o el garrote pueden llamarse «interrupción de la respiración» (y con un par de minutos basta); ya no hay problema. Cuando se provoca el aborto o se ahorca no se interrumpe el embarazo o la respiración; en ambos casos «se mata a alguien». Y, por supuesto, es una hipocresía más considerar que hay diferencia según en qué lugar del camino se encuentre el niño que viene, a qué distancia de semanas o meses de esa etapa de la vida que se llama nacimiento va a ser sorprendido por la muerte
Usted no plantea el problema desde la fe o desde la ciencia. ¿Qué planteamiento falta?
Uno elemental, ligado a la mera condición humana, accesible a cualquiera, independiente de conocimientos científicos o teológicos, que pocos poseen. Esta visión no puede ser otra que la antropología, fundada en la mera realidad del hombre tal como se ve, se vive, se comprende a sí mismo. Hay, pues, que intentar retrotraerse a lo más elemental, que por serlo no tiene supuestos de ninguna ciencia o doctrina, que apela únicamente a la evidencia y no pide más que una cosa: abrir los ojos y no volverse de espaldas a la realidad
Las feministas dicen que el cuerpo es suyo
Pero es falso. Cuando se dice que el feto es «parte» del cuerpo de la madre, se dice una insigne falsedad, porque no es parte: está «alojado» en ella, mejor aún, implantado en ella (en ella, y no meramente en su cuerpo). Una mujer dirá: «Estoy embarazada», nunca «mi cuerpo está embarazado»
¿Qué es el niño aún no nacido?
Una realidad «viniente», que llegará si no lo paramos, si no lo matamos en el camino.
Algunos afirman la licitud del aborto cuando se cree que probablemente el que va a nacer sería anormal, física o psíquicamente
Pero esto implica que el que es anormal no debe vivir, ya que esa condición no es probable, sino segura. Y habría que extender la misma norma al que llega a ser anormal, por accidente, enfermedad o vejez. Si se tiene esa convicción, hay que mantenerla con todas sus consecuencias Hay quienes no se atreven a herir al niño más que cuando está oculto -se pensaría que protegido- en el seno materno; lo cual añade gravedad al hecho: en una época en que cuando se encuentra a un terrorista con una metralleta en la mano, todavía humeante, junto al cadáver de un hombre acribillado a balazos, se dice que es «el presunto asesino», la mera probabilidad de una anormalidad se considera suficiente para decretar la muerte del que está expuesto al riesgo de ser más o menos anormal.
¿Cree que la injusticia mayor que se puede cometer con un hombre es despojarlo de su esperanza?
Siempre me han conmovido esos hombres o mujeres que, al final de su vida, rezan en la iglesia y se acercan al altar para recibir una comunión que en el antiguo rito recordaba la promesa de la vida eterna; es decir, la esperanza. Hoy son muchos los que se dedican a minar esa esperanza. Lo grave es que a veces lo hacen en nombre de la «justicia social», cometiendo la más aterradora injusticia que puedo imaginar.
Buen tema para el mes de difuntos
Se han debilitado las vigencias religiosas, incluso dentro del cristianismo; se ha atenuado la conciencia del dramatismo de la vida humana, de la posibilidad de salvación o condenación. Con ello, en grandes multitudes, se ha disipado la esperanza en la vida perdurable después de la muerte.
¿Siempre se ha sentido católico?
Tengo el más vivo recuerdo de haberme sentido «mal», aunque siempre «dentro» de la Iglesia. Ningún «malestar» es suficiente. En todo caso, y si el malestar es muy grave, siempre me he sentido más inclinado a «que se vayan ellos» que a irme yo de aquello a lo que radicalmente pertenezco.