Antonio Burgos
19/05/2011 en ABC
Dicen que están indignados.
¿Ahora os vais a indignar, hijos míos de mi alma, a tres días de las elecciones y montando la mayor exculpación de un Gobierno inepto que vieron los siglos? ¿Precisamente ahora os vais a indignar?
Indignados, no: Lo vuestro es indignante.
Es indignante que os indignéis precisamente ahora, y no cuando empezó la crisis y estos tíos la negaban.
Es indignante ese tufillo a «Nunca mais», a «No a la guerra», a sindicato de la ceja y a asalto a las sedes del PP tras el 11-M que da vuestra manifestación «espontánea».
Es indignante que a ZP ni lo mentéis y echéis toda la culpa al Sistema.
Es indignante que esas pancartas tan «espontáneas» tengan todas el mismo diseño, tipografía, tamaño y colores.
Es indignante que le hayáis dado a la Puerta del Sol ese ambiente de Nochevieja, que sólo falta Belén
Esteban en un balcón retransmitiéndolo para Tele 5.
Es indignante que aquello parezca una botellona.
Es indignante comprobar que, por casualidad, claro, en esa Puerta del Sol tiene su despacho Esperanza Aguirre.
Es indignante que no hayáis acampado en La Moncloa, que es donde está el secretario general del partido creador de este Sistema, al que en Andalucía llamamos Régimen.
Es indignante que ni mentéis a los 5 millones de parados, ni a los sindicatos del pesebre.
Es indignante que acuséis a «los dos grandes partidos» y que no aludáis ni por equivocación al tercero, al que impide siempre que uno de esos dos grandes partidos gobierne si no saca mayoría absoluta, y propicia sumiso que lo haga el otro mediante los pactos entre perdedores que haga falta, y me refiero a Izquierda Unida, por si no queda claro.
Es indignante que no digáis ni palabra contra el Gobierno que creó esos 5 millones de parados, que congeló la pensiones, que rebajó el sueldo a los funcionarios, que ha provocado el 40 por ciento de desempleo juvenil.
Es indignante que os pronunciéis contra el Ejército, pero no contra la absurda presencia de nuestras tropas en lejanos países donde no se nos ha perdido absolutamente nada ni se defiende a la Patria.
Es indignante que reclaméis «democracia real», cuando aquí la tenemos gracias a Dios desde 1975; tenemos democracia real porque la trajo un Rey, el de todos los españoles, que acabó con la dictadura; bendita democracia que ahora permite que lieis la que estáis liando.
Es indignante que el Gobierno incumpla las órdenes de la Junta Electoral para acabar con la presencia callejera de los indignados en tan señalados días de votaciones.
Y es indignante que aquí en Sevilla la protesta se haya hecho bajo Las Setas, cuando ninguno de los que están allí protestó contra este Ayuntamiento desforestador y arboricida que despilfarró 20.000 millones de pesetas en esa mamarrachada, ni protestaron contra los EREs, ni protestaron contra el nepotismo del Régimen de Chaves, ni protestaron contra las facturas falsas...
¿Indignados? ¡Tequiyá con la indignación de diseño asistido por ordenador, y yo sé quién es el ordenador, el que la ha ordenado! Yo sé quién lo ha orquestado todo desde las redes no sociales, sino socialistas, para repetir lo mismito que hicieron tras el 11-M y que colocó en La Moncloa al peligrosísimo inútil que nos ha traído esta ruina provocada por una izquierda que siempre se resiste a obedecer a las urnas y a abandonar el poder.
jueves, 19 de mayo de 2011
miércoles, 18 de mayo de 2011
El enigma de la tolerancia intolerante
Michael Case: de qué modo el Estado neutral acaba imponiendo valores
En nombre de la tolerancia, algunos gobiernos occidentales actúan de modo intolerante contra grupos que mantienen posiciones distintas a lo “políticamente correcto” del momento. La creencia en la verdad se considera peligrosa, mientras que la imposición del relativismo se presenta como un bien. El sociólogo Michael Casey, profesor de la Universidad de Notre Dame Australia, explica cómo se ha llegado a esta situación (1).
por Michael Cook, “Aceprensa”, 18 Mayo 2011
– ¿Cuál es el sentido genuino de la tolerancia y a qué se refiere usted cuando habla de la “tolerancia intolerante”?
– Originalmente, la tolerancia era una práctica al servicio de la convivencia en las sociedades pluralistas; una forma de convivir y de respetar la libertad de los demás. Pero ahora se ha convertido en un valor absoluto; quizá el valor por excelencia en Occidente.
El problema surge cuando, para crear una sociedad tolerante, las democracias recurren cada vez más a la intolerancia. Una buena sociedad debe protegerse a sí misma y a las minorías más vulnerables frente a los grupos que se niegan a respetar los derechos de otras personas. Pero la “tolerancia intolerante” de la que hablo está dirigida precisamente contra grupos que sí respetan los derechos y las libertades de los demás.
Esto ocurre, por ejemplo, cuando se tacha de “intolerantes” a los cristianos porque mantienen distinciones legítimas entre parejas que pueden considerarse matrimonio y las que no; o cuando quieren dar preferencia para determinados puestos de trabajo a quienes comparten su fe; o cuando defienden los derechos de los no nacidos y de los discapacitados.
En su sentido genuino, la intolerancia sería negarse a respetar los derechos de otras personas, pero ahora se ha extendido a algo que de ninguna forma es intolerancia: el derecho a negarse a dar por buenas elecciones con las que no estamos de acuerdo. La “tolerancia intolerante” pretende obligar, en nombre de la tolerancia, a admitir como buenos valores y prácticas con los que se discrepa.
Respetar la libertad de todos
– ¿Cuándo se forjó el concepto de tolerancia? ¿A quién considera usted como el punto de referencia de la tolerancia en la historia de Occidente?
– La fuente más antigua e importante es el escritor latino Lactancio (240-320 d.C.), miembro del séquito de Constantino. Influyó decisivamente en su concepción de la tolerancia cuando éste llegó a ser emperador.
Su obra fundamental, las Institutiones divinae, contiene lo que posiblemente sea la primera teoría articulada de la tolerancia religiosa. Para Lactancio, la devoción religiosa sólo es auténtica si se practica con libertad. La coerción en cuestiones de fe contradice la naturaleza misma de la creencia religiosa. Si hay un castigo por seguir una religión falsa, solamente Dios puede imponerlo. En definitiva, el respeto a la religión exige respeto a la libertad.
El tratado contemporáneo más importante sobre la tolerancia es de John Rawls (1921-2002), de la Universidad de Harvard. Según Rawls, el Estado debe ser “neutral” ante las diversas concepciones del bien que defienden los ciudadanos; ha de limitarse a crear un marco político orientado a garantizar una igualdad de libertad y de justicia en el que todos puedan vivir sus propias creencias.
Aunque la idea suena bien, alcanzar esta meta –sobre todo, para los grupos que parten con desventaja– hace inevitable que el Estado vigile la sociedad cada vez más de cerca. Su lógica es que las creencias que “discriminan” son intolerantes, porque, cuando se llevan a la práctica, violan los derechos de los demás.
De modo que para salvaguardar la sociedad tolerante, es preciso restringir la libertad de quienes tienen creencias “discriminatorias”.
Lo curioso del asunto es que el llamado Estado “neutral” termina aprobando unos valores y prohibiendo otros, según estén de acuerdo o no con los requisitos de moda de la tolerancia. Hoy día, estos requisitos conducen con demasiada frecuencia a concluir que los cristianos coherentes son unos intolerantes.
Si comparamos la concepción de la tolerancia de Lactancio con la de Rawls, observamos una diferencia importante: mientras que la visión de Lactancio tiene su principio y su fin en el respeto a la libertad, la de Rawls funciona como un medio para conseguir una visión concreta de la sociedad buena o justa. Pero la intolerancia aparece precisamente cuando se pone al servicio de un proyecto particular.
El mito del Estado neutral
– La filosofía característica de nuestra época es relativismo. ¿Cómo afecta al concepto de tolerancia?
– El relativismo parece considerar que la tolerancia es fundamental. Si no hay valores mejores ni peores que otros, y si la verdad (y, por tanto, el juicio entre valores) es inalcanzable, la tolerancia se convierte en la única base para la vida social y política.
Pero estos son mimbres muy débiles para armar una vida en comunidad. La sospecha que parece estar detrás es que si cada cual insiste en la verdad de sus propias convicciones, terminaremos atacándonos unos a otros para tratar de imponer nuestros valores sobre los de los demás.
Ante este panorama, la tolerancia se convierte en un dogma de fe que está por encima de todos los otros valores. Para garantizar la armonía social –se argumenta– todos debemos creer en esto y, si es preciso, hay que imponerlo, tarea que corresponde al Estado.
El relativismo refuerza así el mito de que en una sociedad tolerante el Estado es neutral ante diferentes valores. Pero la realidad es que nadie vive de manera neutral.
Cuando el relativismo es lo que da forma a la vida moral de la sociedad, cualquier actividad consentida entre adultos que no viola la ley se convierte en un “derecho” al que nadie puede oponerse. Y eso con independencia de los efectos nocivos que pueda tener en los individuos y la comunidad.
No hay verdadera neutralidad cuando el bien no puede ser preferido sobre el mal. Si quieres una sociedad realmente tolerante necesitas que su base sea la verdad, no el relativismo.
Una pasión compartida
– Pero creer en la verdad, ¿no lleva necesariamente a discriminar a quienes no aceptan “tu verdad”?
– Este planteamiento explica por qué el relativismo está considerado a veces como la única forma de filosofía moral segura para una democracia. Dada la pluralidad de visiones del mundo, de un lado, y la firme insistencia por defender la nuestra, de otro, la verdad parece no sólo inverosímil sino también tiránica.
Vistas así las cosas, se tiende a pensar que cuando la verdad prevalece, las posibilidades de conocimiento, la libertad y la autonomía se reducen. Las ideas sobre lo bueno y malo, lo verdadero y lo falso, causan entonces división e intolerancia.
Pero esta no es la única interpretación posible.
Podríamos escoger otro camino: abandonar la insistencia obstinada de que no existe algo tal como la verdad, o de que es peligrosa; admitir que quizá existe la verdad y que es posible acceder a ella; y que de hecho todos la buscamos, con más o menos acierto.
Admitir la posibilidad de la verdad, y que todos nosotros compartimos el deseo de encontrarla y de vivir bajo su luz, cambia la situación por completo. No se renuncia a la diversidad, la discrepancia, el escepticismo y la controversia, pero ahora son integradas dentro un camino común. Esto hace que la confianza, la apertura y el respeto hacia los demás –dentro de nuestros diferentes compromisos morales– sean a la vez más firmes y más fáciles. Esto es lo que realmente significa la tolerancia.
La verdad no es una respuesta dentro de una caja, y tampoco es un garrote. Es el despliegue de la realidad en la cual cada uno de nosotros se encuentra. A donde quiera que nuestra búsqueda de la verdad nos lleve, la aceptación común de que la verdad es lo que todos estamos buscando, cambia las reglas del juego. Nos saca del callejón sin salida de la “tolerancia intolerante”.
Cuando el Estado decide
– Un elemento clave de su crítica es el “decisionismo”. ¿A qué se refiere con esta expresión? ¿Cómo degrada la tolerancia?
– El “decisionismo” es una palabra fea para expresar una idea empobrecida de la autoridad. En su formulación más sencilla significa que, ante la ausencia de verdad, la autoridad se deriva solamente de la decisión de afirmar un conjunto de valores sobre todos los demás. Coincide con el relativismo en que no hay valores que sean universalmente verdaderos, pero rechaza su conclusión de que entonces todos son equivalentes. El decisionismo es una “solución” al relativismo; supone tomar partido y decidir –sustituyendo así la verdad por un acto de la voluntad– para justificar que unos valores son superiores sobre otros.
En la formulación adoptada por muchos gobiernos occidentales, el “decisionismo” supone que la decisión de optar por unos valores sobre otros se deja en manos de las mayorías parlamentarias. Siempre que se respete el procedimiento correspondiente, la decisión aprobada resulta vinculante.
Después se podrá revestir con un ropaje jurídico e incluso moral. Pero la decisión es lo que cuenta y, hasta cierto punto, lo que determina qué es “justo” y “verdadero” en cada caso particular. A falta de una verdad, es el éxito del procedimiento –y su capacidad para resolver controversias– lo que legitima la decisión.
En consecuencia, si un grupo de ciudadanos –por ejemplo, los cristianos– sigue poniendo pegas a ciertas decisiones alegando que actúan en defensa de la dignidad, la libertad, la vida humana desde la concepción hasta la muerte natural, el matrimonio y la familia natural, la libertad religiosa, la conciencia... se debe actuar contra ellos para hacer cumplir lo que requiere la “sociedad tolerante”.
La solidaridad, fuente de tolerancia
– ¿Cómo podemos escapar de la “tolerancia intolerante”?
– Cuando la tolerancia acaba tratando como intolerantes a los ciudadanos que sí respetan y defienden los derechos y las libertades de los demás, es preciso preguntarse en qué nos estamos equivocando y volver a poner las bases. En mi opinión, una forma de hacerlo es anclar la tolerancia en la solidaridad.
Tal y como hemos llegado a practicarla, la tolerancia convierte las discrepancias en diferencias irreconciliables. No hay entendimiento moral posible, e incluso la idea de una naturaleza humana común es discutida. La única forma de resolver los conflictos de valores sería a través de la afirmación de la voluntad.
En el fondo, esta tolerancia relativista favorece la sospecha y la desconfianza entre los ciudadanos.
También fomenta la dureza y la presunción de querer imponer las propias ideas sobre el resto, incluso con hostilidad. En este contexto, la gente termina por vivir atrincherada con quienes piensan de forma similar, bien para “defenderse” o para “atacar”.
La solidaridad corrige esta situación. Frente al relativismo, propone el ideal de la tolerancia en la verdad; admitir la posibilidad de que la verdad existe, aunque los caminos para llegar hasta ella sean diversos, constituye un fundamento más sólido para la convivencia.
Por otra parte, la solidaridad asume que pertenecemos a una sola familia humana. Y como en una buena familia, no nos limitamos a soportarnos de mala gana o resentidos; procuramos enriquecernos con las diferencias de los demás.
La solidaridad trata a los seres humanos no como átomos independientes, sino como personas que dependen unas de otras para su realización. Somos autónomos, pero nuestra autonomía está modelada por la reciprocidad; por nuestra capacidad para asumir libremente responsabilidades hacia los demás, no solamente hacia nosotros mismos.
Si la “tolerancia intolerante” ha traído la presunción de que el discrepante es un enemigo, la solidaridad favorece la presunción de que el discrepante puede llegar a ser un amigo.
__________________________________
(1) La entrevista se publicó originalmente en MercatorNet.com.
En nombre de la tolerancia, algunos gobiernos occidentales actúan de modo intolerante contra grupos que mantienen posiciones distintas a lo “políticamente correcto” del momento. La creencia en la verdad se considera peligrosa, mientras que la imposición del relativismo se presenta como un bien. El sociólogo Michael Casey, profesor de la Universidad de Notre Dame Australia, explica cómo se ha llegado a esta situación (1).
por Michael Cook, “Aceprensa”, 18 Mayo 2011
– ¿Cuál es el sentido genuino de la tolerancia y a qué se refiere usted cuando habla de la “tolerancia intolerante”?
– Originalmente, la tolerancia era una práctica al servicio de la convivencia en las sociedades pluralistas; una forma de convivir y de respetar la libertad de los demás. Pero ahora se ha convertido en un valor absoluto; quizá el valor por excelencia en Occidente.
El problema surge cuando, para crear una sociedad tolerante, las democracias recurren cada vez más a la intolerancia. Una buena sociedad debe protegerse a sí misma y a las minorías más vulnerables frente a los grupos que se niegan a respetar los derechos de otras personas. Pero la “tolerancia intolerante” de la que hablo está dirigida precisamente contra grupos que sí respetan los derechos y las libertades de los demás.
Esto ocurre, por ejemplo, cuando se tacha de “intolerantes” a los cristianos porque mantienen distinciones legítimas entre parejas que pueden considerarse matrimonio y las que no; o cuando quieren dar preferencia para determinados puestos de trabajo a quienes comparten su fe; o cuando defienden los derechos de los no nacidos y de los discapacitados.
En su sentido genuino, la intolerancia sería negarse a respetar los derechos de otras personas, pero ahora se ha extendido a algo que de ninguna forma es intolerancia: el derecho a negarse a dar por buenas elecciones con las que no estamos de acuerdo. La “tolerancia intolerante” pretende obligar, en nombre de la tolerancia, a admitir como buenos valores y prácticas con los que se discrepa.
Respetar la libertad de todos
– ¿Cuándo se forjó el concepto de tolerancia? ¿A quién considera usted como el punto de referencia de la tolerancia en la historia de Occidente?
– La fuente más antigua e importante es el escritor latino Lactancio (240-320 d.C.), miembro del séquito de Constantino. Influyó decisivamente en su concepción de la tolerancia cuando éste llegó a ser emperador.
Su obra fundamental, las Institutiones divinae, contiene lo que posiblemente sea la primera teoría articulada de la tolerancia religiosa. Para Lactancio, la devoción religiosa sólo es auténtica si se practica con libertad. La coerción en cuestiones de fe contradice la naturaleza misma de la creencia religiosa. Si hay un castigo por seguir una religión falsa, solamente Dios puede imponerlo. En definitiva, el respeto a la religión exige respeto a la libertad.
El tratado contemporáneo más importante sobre la tolerancia es de John Rawls (1921-2002), de la Universidad de Harvard. Según Rawls, el Estado debe ser “neutral” ante las diversas concepciones del bien que defienden los ciudadanos; ha de limitarse a crear un marco político orientado a garantizar una igualdad de libertad y de justicia en el que todos puedan vivir sus propias creencias.
Aunque la idea suena bien, alcanzar esta meta –sobre todo, para los grupos que parten con desventaja– hace inevitable que el Estado vigile la sociedad cada vez más de cerca. Su lógica es que las creencias que “discriminan” son intolerantes, porque, cuando se llevan a la práctica, violan los derechos de los demás.
De modo que para salvaguardar la sociedad tolerante, es preciso restringir la libertad de quienes tienen creencias “discriminatorias”.
Lo curioso del asunto es que el llamado Estado “neutral” termina aprobando unos valores y prohibiendo otros, según estén de acuerdo o no con los requisitos de moda de la tolerancia. Hoy día, estos requisitos conducen con demasiada frecuencia a concluir que los cristianos coherentes son unos intolerantes.
Si comparamos la concepción de la tolerancia de Lactancio con la de Rawls, observamos una diferencia importante: mientras que la visión de Lactancio tiene su principio y su fin en el respeto a la libertad, la de Rawls funciona como un medio para conseguir una visión concreta de la sociedad buena o justa. Pero la intolerancia aparece precisamente cuando se pone al servicio de un proyecto particular.
El mito del Estado neutral
– La filosofía característica de nuestra época es relativismo. ¿Cómo afecta al concepto de tolerancia?
– El relativismo parece considerar que la tolerancia es fundamental. Si no hay valores mejores ni peores que otros, y si la verdad (y, por tanto, el juicio entre valores) es inalcanzable, la tolerancia se convierte en la única base para la vida social y política.
Pero estos son mimbres muy débiles para armar una vida en comunidad. La sospecha que parece estar detrás es que si cada cual insiste en la verdad de sus propias convicciones, terminaremos atacándonos unos a otros para tratar de imponer nuestros valores sobre los de los demás.
Ante este panorama, la tolerancia se convierte en un dogma de fe que está por encima de todos los otros valores. Para garantizar la armonía social –se argumenta– todos debemos creer en esto y, si es preciso, hay que imponerlo, tarea que corresponde al Estado.
El relativismo refuerza así el mito de que en una sociedad tolerante el Estado es neutral ante diferentes valores. Pero la realidad es que nadie vive de manera neutral.
Cuando el relativismo es lo que da forma a la vida moral de la sociedad, cualquier actividad consentida entre adultos que no viola la ley se convierte en un “derecho” al que nadie puede oponerse. Y eso con independencia de los efectos nocivos que pueda tener en los individuos y la comunidad.
No hay verdadera neutralidad cuando el bien no puede ser preferido sobre el mal. Si quieres una sociedad realmente tolerante necesitas que su base sea la verdad, no el relativismo.
Una pasión compartida
– Pero creer en la verdad, ¿no lleva necesariamente a discriminar a quienes no aceptan “tu verdad”?
– Este planteamiento explica por qué el relativismo está considerado a veces como la única forma de filosofía moral segura para una democracia. Dada la pluralidad de visiones del mundo, de un lado, y la firme insistencia por defender la nuestra, de otro, la verdad parece no sólo inverosímil sino también tiránica.
Vistas así las cosas, se tiende a pensar que cuando la verdad prevalece, las posibilidades de conocimiento, la libertad y la autonomía se reducen. Las ideas sobre lo bueno y malo, lo verdadero y lo falso, causan entonces división e intolerancia.
Pero esta no es la única interpretación posible.
Podríamos escoger otro camino: abandonar la insistencia obstinada de que no existe algo tal como la verdad, o de que es peligrosa; admitir que quizá existe la verdad y que es posible acceder a ella; y que de hecho todos la buscamos, con más o menos acierto.
Admitir la posibilidad de la verdad, y que todos nosotros compartimos el deseo de encontrarla y de vivir bajo su luz, cambia la situación por completo. No se renuncia a la diversidad, la discrepancia, el escepticismo y la controversia, pero ahora son integradas dentro un camino común. Esto hace que la confianza, la apertura y el respeto hacia los demás –dentro de nuestros diferentes compromisos morales– sean a la vez más firmes y más fáciles. Esto es lo que realmente significa la tolerancia.
La verdad no es una respuesta dentro de una caja, y tampoco es un garrote. Es el despliegue de la realidad en la cual cada uno de nosotros se encuentra. A donde quiera que nuestra búsqueda de la verdad nos lleve, la aceptación común de que la verdad es lo que todos estamos buscando, cambia las reglas del juego. Nos saca del callejón sin salida de la “tolerancia intolerante”.
Cuando el Estado decide
– Un elemento clave de su crítica es el “decisionismo”. ¿A qué se refiere con esta expresión? ¿Cómo degrada la tolerancia?
– El “decisionismo” es una palabra fea para expresar una idea empobrecida de la autoridad. En su formulación más sencilla significa que, ante la ausencia de verdad, la autoridad se deriva solamente de la decisión de afirmar un conjunto de valores sobre todos los demás. Coincide con el relativismo en que no hay valores que sean universalmente verdaderos, pero rechaza su conclusión de que entonces todos son equivalentes. El decisionismo es una “solución” al relativismo; supone tomar partido y decidir –sustituyendo así la verdad por un acto de la voluntad– para justificar que unos valores son superiores sobre otros.
En la formulación adoptada por muchos gobiernos occidentales, el “decisionismo” supone que la decisión de optar por unos valores sobre otros se deja en manos de las mayorías parlamentarias. Siempre que se respete el procedimiento correspondiente, la decisión aprobada resulta vinculante.
Después se podrá revestir con un ropaje jurídico e incluso moral. Pero la decisión es lo que cuenta y, hasta cierto punto, lo que determina qué es “justo” y “verdadero” en cada caso particular. A falta de una verdad, es el éxito del procedimiento –y su capacidad para resolver controversias– lo que legitima la decisión.
En consecuencia, si un grupo de ciudadanos –por ejemplo, los cristianos– sigue poniendo pegas a ciertas decisiones alegando que actúan en defensa de la dignidad, la libertad, la vida humana desde la concepción hasta la muerte natural, el matrimonio y la familia natural, la libertad religiosa, la conciencia... se debe actuar contra ellos para hacer cumplir lo que requiere la “sociedad tolerante”.
La solidaridad, fuente de tolerancia
– ¿Cómo podemos escapar de la “tolerancia intolerante”?
– Cuando la tolerancia acaba tratando como intolerantes a los ciudadanos que sí respetan y defienden los derechos y las libertades de los demás, es preciso preguntarse en qué nos estamos equivocando y volver a poner las bases. En mi opinión, una forma de hacerlo es anclar la tolerancia en la solidaridad.
Tal y como hemos llegado a practicarla, la tolerancia convierte las discrepancias en diferencias irreconciliables. No hay entendimiento moral posible, e incluso la idea de una naturaleza humana común es discutida. La única forma de resolver los conflictos de valores sería a través de la afirmación de la voluntad.
En el fondo, esta tolerancia relativista favorece la sospecha y la desconfianza entre los ciudadanos.
También fomenta la dureza y la presunción de querer imponer las propias ideas sobre el resto, incluso con hostilidad. En este contexto, la gente termina por vivir atrincherada con quienes piensan de forma similar, bien para “defenderse” o para “atacar”.
La solidaridad corrige esta situación. Frente al relativismo, propone el ideal de la tolerancia en la verdad; admitir la posibilidad de que la verdad existe, aunque los caminos para llegar hasta ella sean diversos, constituye un fundamento más sólido para la convivencia.
Por otra parte, la solidaridad asume que pertenecemos a una sola familia humana. Y como en una buena familia, no nos limitamos a soportarnos de mala gana o resentidos; procuramos enriquecernos con las diferencias de los demás.
La solidaridad trata a los seres humanos no como átomos independientes, sino como personas que dependen unas de otras para su realización. Somos autónomos, pero nuestra autonomía está modelada por la reciprocidad; por nuestra capacidad para asumir libremente responsabilidades hacia los demás, no solamente hacia nosotros mismos.
Si la “tolerancia intolerante” ha traído la presunción de que el discrepante es un enemigo, la solidaridad favorece la presunción de que el discrepante puede llegar a ser un amigo.
__________________________________
(1) La entrevista se publicó originalmente en MercatorNet.com.
lunes, 2 de mayo de 2011
Frente a la muerte de un hombre un cristiano no se alegra nunca
DECLARACIONES DE FEDERICO LOMBARDI, PORTAVOZ DEL VATICANO /WWW.ZENIT.ORG / LUNES 2 DE MAYO DE 2011
Ante la muerte de un hombre “un cristiano no se alegra nunca”, afirma el director de la Sala de Prensa de la Santa Sede, Federico Lombardi, tras conocerse la noticia de la muerte de Osama Bin Laden a manos de un comando del ejército norteamericano.
El portavoz de la Santa Sede augura que este acontecimiento “no sea una ocasión para un ulterior crecimiento del odio sino de la paz”, y recordó la “gravísima responsabilidad” del líder de Al-Qaeda de difundir el “odio” entre los pueblos.
“Frente a la muerte de un hombre, un cristiano no se alegra nunca, sino que reflexiona sobre las graves responsabilidades de cada uno ante Dios y los hombres, y espera y se compromete para que cada acontecimiento no sea ocasión para un crecimiento ulterior del odio, sino de la paz”.
Ante la muerte de un hombre “un cristiano no se alegra nunca”, afirma el director de la Sala de Prensa de la Santa Sede, Federico Lombardi, tras conocerse la noticia de la muerte de Osama Bin Laden a manos de un comando del ejército norteamericano.
El portavoz de la Santa Sede augura que este acontecimiento “no sea una ocasión para un ulterior crecimiento del odio sino de la paz”, y recordó la “gravísima responsabilidad” del líder de Al-Qaeda de difundir el “odio” entre los pueblos.
“Frente a la muerte de un hombre, un cristiano no se alegra nunca, sino que reflexiona sobre las graves responsabilidades de cada uno ante Dios y los hombres, y espera y se compromete para que cada acontecimiento no sea ocasión para un crecimiento ulterior del odio, sino de la paz”.
Osama Bin Laden, añade la declaración, “tuvo la gravísima responsabilidad de difundir división y odio entre los pueblos, causando la muerte de innumerables personas, y de instrumentalizar las religiones con este fin”.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)