Rafael Navarro-Valls
Ofrecemos a nuestros lectores, en la sección Observatorio Jurídico, un artículo de nuestro colaborador habitual Rafael Navarro-Valls, miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España. Esta vez aborda el tema de la función de los jueces y la cuestión de su imparcialidad.
El mes de agosto suele ser el de las "serpientes de
verano". La escasez de noticias convierte en "première mondiale"
sucesos curiosos o de poca entidad. Figúrense ustedes que la noticia estrella
en este mes de agosto español --aparte de los lamentables incendios provocados-
es la de una octogenaria que, llena de buena intención, pero nula técnica, ha
intentado "reparar" por libre un cuadro de una Iglesia rural,
transformándolo en un adefesio. La noticia lleva camino de convertirse en
sainete mundial en el ciberespacio.
Algo de sainete -aunque con un trasfondo de drama judicial-
tiene la noticia de que un magistrado del Tribunal Constitucional español acaba
de ser encargado de elaborar la ponencia que conocerá del recurso de
inconstitucionalidad presentado contra la ley de "Salud Sexual y
Reproductiva y de la Interrupción Voluntaria del Embarazo", conocida por
ley de aborto de plazos. El tema no tendría mayor importancia -un simple
proceso de mecánica judicial- si no fuera porque el ponente es un prestigioso
jurista español, conocido, entre otras muchas cosas, por algunos trabajos
técnico/jurídicos reticentes con la figura jurídico/médica del aborto
provocado.
"Santidad, deshaga las maletas"
Tal vez por la escasez de noticias, alguna prensa española -jaleada
por el partido que elaboró la ley objeto de examen de constitucionalidad- ha
puesto el grito en el cielo (nunca mejor dicho) exigiendo que el magistrado en
cuestión renuncie al encargo recibido de sus compañeros de Tribunal. El motivo,
aparte de sus escritos científicos sobre el tema del aborto, es su condición de
miembro del Opus Dei, institución de la Iglesia Católica que, como cualquier otra
organización de esa Iglesia, defiende el derecho fundamental a la vida, también
la del no nacido.
El alboroto de algún sector de la prensa me recuerda algunos
sucesos históricos de la carrera a la presidencia de Estados Unidos, a la que
estos días asistimos. No me refiero a Obama y Romney, sino a dos católicos que
aspiraron -uno con éxito- a la Casa Blanca: Al Smith y John F. Kennendy.
Permítanme que me refiera a ellos, por la relación con el tema del magistrado
español.
Como es sabido, el primero -durante cuatro mandatos
Gobernador de Nueva York y católico- fue elegido candidato demócrata a la
Presidencia en las elecciones de 1928. Un sector de sus adversarios comenzó una
campaña -a la que se unió el Ku Klux Klan- poniendo en duda que un presidente católico
pudiera armonizar su fe con los principios de libertad religiosa y separación
Iglesia/Estado establecida en la Constitución. Prácticamente acusaron al
candidato demócrata de preparar el terreno para que el Papa se apoderara de
América. Al Smith perdió las elecciones. La leyenda política narra jocosamente
que el vencido envió al pontífice este escueto telegrama: "Santidad,
deshaga las maletas".
Cuando empezó la campaña de Kennedy en 1960, el joven
candidato no temía demasiado que su condición de católico se convirtiera en un
problema intelectualmente relevante. Lo que temía -y en parte se confirmó- es
que las manipulaciones de sus adversarios lo transformaran en lo que
Schlesinger llamó "una ominosa corriente de rencor subterráneo", que
lo asemejara a una especie de hooligan católico. Lo que podría llamarse la
ofensiva del "macarthysmo religioso". Ganó las elecciones, a pesar de
los recelos, y con su triunfo rompió una barrera que constituyó un enorme salto
hacia adelante en materia de tolerancia religiosa.
La laicidad beata
Hoy, en la Cámara de Representantes de Estados Unidos hay
más de 150 congresistas católicos; en el Senado, uno de cada cuatro. Y en el
Tribunal Supremo (el equivalente al Constitucional español) de 9 magistrados, 6
son católicos. Ciertamente, en las sesiones (hearings) y los interrogatorios
previos se pregunta de todo. Pero una vez confirmado por el Senado, jamás se le
ha discutido a uno de los magistrados la atribución de una ponencia basándose
en sus idea religiosas. Lo cual nos lleva de nuevo al caso del magistrado
español.
Andrés Ollero -que así se llama el jurista de marras- fue
elegido magistrado del TC español por los votos de una coalición circunstancial
de los dos grandes Partidos españoles. Una confortable mayoría de doscientos
sesenta miembros del Congreso de los Diputados. Anteriormente, se sometió -como
los otros nominados- a un interrogatorio en la correspondiente Comisión del
Congreso. Se le preguntó de todo y salió "indemne" del debate.
Resucitar ahora el tema, es un inútil ejercicio de guerra
fría religiosa, una especie de "laicidad beata" llena de nerviosismo
ante posiciones en la vida pública, cuya gran herejía ideológica consiste en
alinearse en categorías jurídicas insertas en el código genético de Occidente.
Una suerte de policía mental, cuyos agentes se dedican a una nueva caza de
brujas, en la que la primera baja suele ser la libertad. En definitiva, una
discutible intromisión en los trabajos internos de una institución que si tiene
necesidad de algo es de sosiego para emitir imparcialmente sus sentencias.
La función de los jueces
Desde luego, éstas últimas no son traídas de París por
pacíficas cigüeñas. Son "paridas" por personas de carne y hueso: con
pasiones, convicciones y prejuicios. Entre otras cosas, porque los jueces son
humanos, sus sentencias beben de estados de opinión que subyacen en las
corrientes políticas y económicas de cada época.. Es injusto e inútil intentar
recluir en el Pantheon jurídico todas las convicciones conexas con el mundo de
los valores, marcando con la sospecha a las personas (incluidas los jueces) que
mantienen posiciones profundamente arraigadas. Con esta postura condenamos al
exilio a todo un sector amplísimo de la clase judicial.
A un jurista no hay que pedirle que carezca de convicciones.
Lo que se le pide es que, al desempeñar su cargo en un Tribunal, no anteponga
sus ideas personales al respeto de las leyes, ni busque sus intereses por
encima de los del bien común. Sería suicida poner en duda la cualificación de
un creyente para el ejercicio de un puesto judicial. Si lo hacemos, tendríamos
que recluir en el mismo apartheid a todos los otros magistrados de firmes
convicciones ideológicas de signo contrario. Si un creyente fuese sospechoso de
parcialidad, los restantes no creyentes o posicionados en posturas ideológicas
opuestas serían sospechosos de quintacolumnistas. El desorden axiológico y
jurídico sería descomunal.
Presunción de imparcialidad
El problema de un juez pertrechado de un bagage de
convicciones, del signo que sean, es mantener jurídicamente operativas -en los
casos que es llamado a juzgar- las que contribuyen al bien común y moderar las
que no se ajustan al derecho aplicable. El dilema es que las interpretaciones
posibles de un cuerpo legal son varias. Los juristas solemos decir que el
Derecho sería muy aburrido si todos opináramos lo mismo. Lo cual no quiere
decir, claro está, el posicionamiento en un limbo jurídico en que todo vale.
No hay que olvidar que los magistrados del Tribunal
Constitucional nadan en aguas turbulentas y son requeridos por multitud de
opiniones políticas, sociológicas, religiosas o ecológicas de tipos muy
diversos. En medio de esa barahúnda no es raro que algunos traten de aislar al
adversario con acusaciones que lo pongan en cuarentena; exiliarlo del campo de
lo políticamente correcto, impidiéndole cualquier matización de las reglas del
juego. Frente a estas muestras de intolerancia, la sociedad debe crear
anticuerpos que garanticen el fair play. Especialmente en el marco jurídico de
ese pequeño organismo con inmenso poder que es el Tribunal Constitucional.
Comentando esta cuestión, un agudo colega ha escrito:
"El que solo se inquieta por la parcialidad de una parte es parcial por
definición, por mucho que enarbole la bandera de la imparcialidad y jure que
vive al lado del auditorio universal o de la comunidad ideal de
hablantes". Coincido con él. El punto de partida del juego jurídico en que
está embarcada la sociedad española necesariamente ha de ser la presunción de
imparcialidad de los investidos de la función de juzgar. Salvo que los hechos
demuestren lo contrario, en cuyo caso habría que replantearse el sistema de
selección de los mismos. Pero esta es otra cuestión que desborda el caso
concreto que comento.
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