Aceprensa, 03/02/12
La
reforma de la educación parece una de las tareas más urgentes y a la vez más
escabrosas que toca hacer al nuevo gobierno. Los mediocres resultados obtenidos
por los alumnos españoles en las evaluaciones internacionales señalan
claramente la necesidad de cambiar, pero no ofrecen un diagnóstico claro de los
problemas.
Frecuentemente
se habla del contexto socioeconómico de los estudiantes como el factor más
determinante, aunque la diferencia entre chicos y chicas del mismo estrato
social da cuenta de que la solución es más compleja. No es tampoco una cuestión
de dinero ni de tamaño de las aulas: distintos estudios han demostrado que, una
vez cubiertas las necesidades fundamentales, la dotación de más recursos
económicos apenas mejora los resultados.
¿Cuál
es entonces la fórmula mágica? Luis Garicano, catedrático de Economía y
Estrategia en la Londol School of Economics, ofrece en Actualidad Económica
(febrero de 2012) tres respuestas basándose en un estudio recientemente
elaborado por dos economistas desde una perspectiva puramente pragmática: lo
que hace mejorar las notas de los alumnos es la calidad del profesorado, la
obligación de someterse a una evaluación objetiva –mejor si se incluyen pruebas
externas-, y la autonomía de los colegios para escoger sus profesores.
En
esto consiste la mejora que está al alcance del sistema educativo; muy
importante es también el nivel cultural de las familias de los estudiantes –el
estudio analiza las diferentes puntuaciones obtenidas por niños con hogares
cargados de libros y otros que apenas los ven en casa-, pero este es un aspecto
en el que el sistema educativo solo puede influir de manera indirecta.
Los
siete males de la educación actual
Enrique
Fernández, presidente de la Asociación Sindical Piensa, sintetiza en siete puntos
las deficiencias del sistema educativo español (Siete pecados capitales del
actual sistema educativo, Magisterio, 25-01-2012). El diagnóstico se separa
deliberadamente de lo que se ha denominado la “nueva pedagogía”, basada en la
función democratizadora y socializadora de la escuela. Fernández considera que
la ineficiencia de la escuela española tiene que ver con una falta de realismo
y un exceso de teorías educativas.
El
primer mal es “la comprensividad”: Fernández propone claramente, y en contra del
discurso inclusivista, separar a los alumnos con diferentes motivaciones. Con
el actual sistema “solo se consigue fomentar la frustración de los peores y
obstaculizar el progreso de los mejores”. Por eso, entiende que “establecer
itinerarios en Secundaria y desterrar la promoción por edad no es una opción
política, sino una necesidad de cualquier sistema que pretenda eficacia y
justicia”.
El
segundo mal de la escuela española es lo que Fernández llama “paternalismo”:
los institutos tienen que centrarse en su función educativa, y no rebajar la
exigencia por lograr una “solidaridad” con los alumnos que al final resulta un
flaco favor para su capacitación. Lo realmente insolidario es “es regalar
títulos sin ningún valor, pues malogra las posibilidades de quienes sólo
cuentan con sus capacidades para mejorar su situación”.
El
tercer mal es “la impunidad”: Fernández se queja que las escuelas asumen,
otra vez, una función que no les corresponde, en este caso la de
correccionales. “Es absurdo pretender que en los institutos se custodie a
jóvenes con problemas severos de conducta. Mejor atendidos estarían en centros
especializados”.
El
cuarto mal descrito por Fernández es toda una diatriba contra los
planteamientos excesivamente teóricos –y poco realistas– de la educación. Es lo
que denomina “pedagogismo”. Fernández considera que “la experiencia en el aula
resulta por lo general más instructiva que cualquier lectura”. Y lanza un dardo
a los equipos de orientación psicopedagógica: “Su contribución a la causa común
mejoraría considerablemente si pasaran más tiempo en las aulas y menos en los
despachos”.
El
quinto pecado de la educación española es, para Fernández, el “esnobismo
tecnológico”: repartir ordenadores a los alumnos y facilitarles el acceso a
Internet no es de por sí una herramienta educativa: “ahora está todo en
Internet, como antes estaba en las bibliotecas, pero mal nos hubiera ido si en
nuestros años de instituto, en lugar de dedicarnos a asimilar el contenido de
los libros, nos hubiéramos ocupado sólo de aprender a buscar en índices y
ficheros”.
El
sexto mal es el provincianismo: “empeñarse en adaptar los contenidos
curriculares al contexto sociocultural, lejos de facilitar el acceso de todos
al conocimiento, alimenta las desigualdades, el etnocentrismo y la ignorancia”.
Por
último, Fernández critica el exceso de burocracia que atenaza cualquier
iniciativa pedagógica, algo que “consume energías que al profesor no le
sobran”.
En
conjunto, Luis Garicano y Enrique Fernández coinciden bastante en sus análisis,
uno más constructivo y otro más crítico. La mejora del sistema pasa en primer
lugar por la capacitación y exigente selección del profesorado –Fernández pide
“oposiciones exigentes y rigurosas para los distintos niveles y
especialidades”–; además, los criterios de evaluación tienen que ser exigentes,
y a ser posible permitir una evaluación externa objetiva –“que el acceso a la
inspección educativa deje de estar sujeto a designación política”, reclama
Fernández–. Por último, autonomía para los colegios y para los profesores
dentro de los colegios, para que el rigor de la burocracia no ahogue las
propuestas educativas interesantes.
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