Artículo
de Alejandro Navas, profesor de Sociología de la Universidad de Navarra /
www.scriptor.og / martes 21 de febrero de 2012
Se veía venir desde hace semanas: finalmente, el presidente de
Alemania, Christian Wulff, ha dimitido. La justicia determinará si delinquió;
en cualquier caso, se trata de un asunto de menor cuantía. Como tantas otras
veces -en los países donde los políticos dimiten-, la perdición de Wulff no ha
estado tanto en el incidente en sí mismo (un préstamo no declarado en su
momento y unas vacaciones en la residencia de un amigo millonario) como en la
ocultación de la verdad.
Clinton
estuvo a punto de perder la presidencia estadounidense, no por haber vivido un
affaire amoroso con la becaria, sino por haber mentido. Se acepta la debilidad
humana, pero una vez que el culpable ha sido pillado con las manos en la masa,
tiene que reconocerlo y actuar en consecuencia: dimisión, comparecencia ante el
juez, restitución de lo robado, devolución del título de doctor…
La
del presidente alemán se alinea con otras dimisiones sonadas de estas últimas
semanas: el presidente del Banco Central suizo tuvo que renunciar porque su
esposa se había beneficiado de información privilegiada en la compra de
divisas; el ministro británico de Energía se ha ido por haber endosado a su
mujer una multa de tráfico… en 2003.
Si
comparamos esos episodios con la política española, llama la atención lo fino
que se hila en esas democracias europeas. Lo que entre nosotros apenas
merecería una alusión de pasada en cualquier debate o crónica, allí provoca un
auténtico escándalo, capaz de arruinar las carreras políticas más asentadas o
prometedoras.
Estos
días asistimos al enésimo acto de dramas -o tragicomedias: uno se siente
perplejo a la hora de denominarlos- como Gürtel, los ERE andaluces o las
remuneraciones de los políticos en los consejos de las cajas de ahorros (Caja
Navarra incluida). Aquí pueden ocurrir cosas gravísimas, por su naturaleza o
por la cantidad de dinero en juego -mil millones, en el caso de los ERE- y no
pasa nada.
Los
partidos y gobiernos sostienen a su gente más allá de toda lógica, y a los
implicados ni se les pasa por la cabeza la posibilidad de dimitir. Y si alguno
sucumbiera a esa tentación, puede contar con que el partido no le dejará en la
estacada: al cabo de no mucho tiempo se verá convenientemente retribuido con
algún nuevo cargo.
[…]¿Qué
se puede hacer con nuestra recalcitrante clase política, siempre dispuesta a
volver a las andadas? ¿Cómo lograr entre nosotros una cultura cívica similar a
la de alemanes, suizos o ingleses? Lo primero sería no caer en el simplismo: es
verdad que algunos políticos no están a la altura, pero otros muchos son
honestos y trabajadores.
Hay
que apoyar y premiar a los buenos, aunque no sea más que con palabras de ánimo
a través de las redes sociales y con el voto en las elecciones: que sientan que
no son gente rara, que la ciudadanía está con ellos.
Y no
hay que cansarse de denunciar a los malos. Los expertos en comunicación saben
que para lograr que un mensaje llegue a calar en el público, hay que repetirlo
sin cansancio, con ocasión y sin ella. Lo mismo vale para la denuncia: la
reiteración de las conductas indeseables no puede llevar a un embotamiento de
la conciencia ciudadana. Con demasiada frecuencia, la gente de a pie nos
hacemos cómplices de la corrupción cuando la consideramos inevitable y
respondemos con un simple encogimiento de hombros.
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