En poco más de dos meses, el Papa Francisco no ha tenido suficiente tiempo para dar pistas de por donde va a ir su línea de pontificado, pero algunos temas han quedado ya muy claros: por ejemplo, su idea del sacerdocio.
Artículo
de Rafael Gómez Pérez / www.aceprensa.com
Se puede afirmar que el Papa es anticlerical, en el sentido de que
fustiga el clericalismo. Y lo hace con acentos claros, inequívocos,
precisamente por amor al sacerdocio tal como, afirma, lo quiso Cristo en la
Iglesia.
El
tema es antiguo y tiene que ver con las históricas mezclas de política y
religión que tanto se desviaron de lo que era diáfano en el Evangelio, “dad al
César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. En este diseño, el
sacerdote es el mediador entre Dios y los hombres y, por tanto, no debe
entrar
en la política partidista.
Dos tipos de anticlericalismo
De
todo esto hay un precedente importante en las enseñanzas de San Josemaría
Escrivá. En sus escritos se puede encontrar, por ejemplo, la distinción entre
un “anticlericalismo malo” –que atacando al clero en realidad pretende atacar
la religión– y un “anticlericalismo bueno”, basado en el deseo de que el
sacerdote no usurpe funciones y actividades que son propias de los laicos. Con
frecuencia, San Josemaría Escrivá añadía que era anticlerical por amor al
sacerdocio.
El
Papa Francisco, dirigiéndose a los participantes en la centésimo quinta
asamblea plenaria del episcopado de Argentina, se expresaba así, repitiendo una
de las ideas claves aparecidas en estos dos meses: la necesidad de que la
Iglesia –es decir, todos los católicos– salga a la calle: “Una Iglesia que no
sale, a la corta o a la larga se enferma en la atmósfera viciada de su
encierro.
Es
verdad también que a una Iglesia que sale le puede pasar lo que a cualquier
persona que sale a la calle: tener un accidente. Ante esta alternativa, les
quiero decir francamente que prefiero mil veces una Iglesia accidentada que una
Iglesia enferma. La enfermedad típica de la Iglesia encerrada es la
autorreferencial; mirarse a sí misma, estar encorvada sobre sí misma como
aquella mujer del Evangelio. Es una especie de narcisismo que nos conduce a la
mundanidad espiritual y al clericalismo sofisticado, y luego nos impide
experimentar «la dulce y confortadora alegría de evangelizar»”.
“Mundanidad
espiritual” es como una mundanidad revestida, disfrazada de espiritual. Y
“clericalismo sofisticado” es un clericalismo que también se disfraza para no
parecerlo. Más adelante emplea la expresión “solteronía clerical”, refiriéndose
a un mal que se evita con la alegría que emana de la Cruz.
Salir a la calle
El
Papa añadía: “sí, hay que salir a experimentar nuestra unción, su poder y su
eficacia redentora: en las «periferias» donde hay sufrimiento, hay sangre
derramada, ceguera que desea ver, donde hay cautivos de tantos malos patrones.
No es precisamente en autoexperiencias ni en introspecciones reiteradas que
vamos a encontrar al Señor: los cursos de autoayuda en la vida pueden ser
útiles, pero vivir nuestra vida sacerdotal pasando de un curso a otro, de
método en método, lleva a hacernos pelagianos, a minimizar el poder de la
gracia que se activa y crece en la medida en que salimos con fe a darnos y a
dar el Evangelio a los demás; a dar la poca unción que tengamos a los que no
tienen nada de nada”.
Y
concluía: “El sacerdote que sale poco de sí, que unge poco –no digo «nada»
porque, gracias a Dios, la gente nos roba la unción– se pierde lo mejor de
nuestro pueblo, eso que es capaz de activar lo más hondo de su corazón
presbiteral. El que no sale de sí, en vez de mediador, se va convirtiendo poco
a poco en intermediario, en gestor. Todos conocemos la diferencia: el
intermediario y el gestor «ya tienen su paga», y puesto que no ponen en juego
la propia piel ni el corazón, tampoco reciben un agradecimiento afectuoso que
nace del corazón”.
En la
misa crismal del Jueves Santo, 28 de marzo, insistía: “Conscientes de haber
sido escogidos entre los hombres y puestos al servicio de ellos en las cosas de
Dios, ejerced con alegría perenne, llenos de verdadera caridad, el ministerio
de Cristo Sacerdote, no buscando el propio interés, sino el de Jesucristo. Sois
Pastores, no funcionarios. Sois mediadores, no intermediarios”.
Defensa de lo esencial
Es
cierto que también se utiliza el término de clericalismo o de intervención en
los asuntos políticos cuando los sacerdotes, obispos o el mismo Papa se
pronuncian sobre cuestiones humanas y sociales que afectan de modo central y
decisivo a la moral como, por poner el caso más dramático, el aborto.
En
una recientísima, de abril, y algo precipitada biografía del Papa (Francisco.
El papa de la gente, Aguilar, Madrid, 2013, 330 páginas), de la periodista
argentina Evangelina Himitian, se citan –sin indicar la fuente– estas palabras
del entonces obispo Bergoglio, a la pregunta de hasta dónde debía involucrarse
la Iglesia con la realidad, denunciando, por ejemplo, situaciones de
injusticia, sin caer en una desviación política: “Creo que la palabra
partidista es la que más se ajusta a la respuesta que quiero dar. La cuestión
es no meterse en la política partidaria, sino en la gran política que nace de
los mandamientos y del Evangelio. Denunciar atropellos de los derechos humanos,
situaciones de explotación o exclusión, carencias en la educación o en la
alimentación, no es hacer partidismo. El Compendio de la Doctrina Social
de la
Iglesia está lleno de denuncias y no es partidista. Cuando salimos a decir las
cosas, algunos nos acusan de hacer política. Yo les respondo: sí, hacemos
política en el sentido evangélico de la palabra, pero no partidista”.
Saliendo
a la calle e interviniendo en los asuntos en los que están en juego los
derechos humanos y la dignidad de la persona, la Iglesia se presenta
potencialmente como la única realidad contracorriente en una cultura que ha
hecho de la componenda a corto plazo la esencia de un precario y escuálido
pensamiento político y social.
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