Por Juan Manuel Mora
Vicerrector de Comunicación de la Universidad de Navarra. Autor de "La Iglesia, el Opus Dei y el Código Da Vinci", de próxima aparición.
En mayo de 2006 se estrenó la versión cinematográfica de El Código Da Vinci, en medio de un gran despliegue publicitario. Durante los tres años anteriores, la novela de Dan Brown había vendido millones de copias y constituyó un fenómeno editorial de grandes dimensiones.
La trama de El Código posee los típicos elementos del thriller: acción, intriga, misterio. El relato de Dan Brown tiene un punto de partida: desde el siglo IV, la Iglesia habría ocultado la verdad sobre Jesucristo, destruido los verdaderos evangelios y negado que Jesús tuvo descendencia con la Magdalena. A lo largo de la historia sólo algunos "illuminati" llegaban al conocimiento de la verdad, mientras que la Iglesia oficial intentaba impedirlo por todos los medios. En nuestros días, el "brazo armado" con el que la Iglesia persigue a los iluminados sería el Opus Dei, que en la novela aparece como organización criminal y sin escrúpulos.
Uno de los aspectos más relevantes de El Código Da Vinci es su forma de mezclar ficción y realidad. En efecto, la trama utiliza elementos reales (nombres, fechas, lugares), y los combina con otros de ficción. Esto no tiene nada de extraño, si quedase claro mediante un correcto "pacto de lectura". Pero Dan Brown utiliza una calculada ambigüedad, las fronteras se difuminan y el lector al final no sabe a qué atenerse. Este recurso tampoco tendría más trascendencia, si no fuese porque Brown pone nombre y apellidos reales a sus mafias inventadas. De ese modo, la mezcla de ficción y realidad se vuelve explosiva.
Según los resultados de una encuesta realizada en Gran Bretaña, casi dos tercios de los lectores de El Código creían que el contenido de la novela era cierto (y por tanto, que los evangelios eran falsos, que Jesús tuvo hijos con la Magdalena, etc.). Con estos datos, no es de extrañar que la controversia que se planteó alrededor de El Código ocupase amplio espacio en los medios de comunicación de numerosos países. En el centro del debate se encontraba el tema de la responsabilidad de los autores de obras de ficción. Con sus trabajos crean estereotipos, originan movimientos de opinión y provocan emociones. Los periodistas también lo hacen, pero el trabajo de los informadores es juzgado con otros parámetros: no pueden mezclar ficción y realidad, ni acusar sin fundamento. En definitiva, los problemas planteados por El Código venían a recordar que la libertad de expresión, la libertad de creación, la libertad de crítica, propias de las sociedades democráticas, son compatibles con la responsabilidad y con el respeto mutuo.
El Código de Fesser
El caso de Camino es distinto de El Código Da Vinci , pero existen algunas semejanzas: trata también asuntos que afectan a la Iglesia y a los católicos; el malo de la película tiene nombre y apellidos, y mezcla ficción y realidad de forma potencialmente explosiva. Camino se inspira en la vida de Alexia González-Barros (www.alexiagb.com), adolescente madrileña que falleció de cáncer en 1985, con apenas 15 años. La Archidiócesis de Madrid ha iniciado su causa de canonización. Alexia fue tratada de su enfermedad en la Clínica de la Universidad de Navarra, donde transcurrió largos meses rodeada del cariño de sus padres y hermanos y de la atención del personal sanitario. Después de 1985 fallecieron también sus padres. Actualmente viven cuatro hermanos. A partir de la vida de Alexia se construye el guión. En síntesis, la película mantiene el envoltorio, pero modifica totalmente la sustancia: parece verdadera, pero es pura ficción. En la imaginación de los autores, Alexia es una niña que vive en un ambiente opresivo, creado por el Opus Dei y encarnado de forma muy aguda en la figura de la madre. Toda la historia del dolor de Alexia y del afecto de su familia está convertida en algo completamente distinto, en un caso de fanatismo religioso, atrofia de sentimientos y actitud masoquista ante el dolor. En el trasfondo, emerge una intención perversa: el Opus Dei pretendería aprovechar la enfermedad de la niña para construir una causa de canonización, con fines de proselitismo.
Cualquier persona normal que vea la película siente, como han dicho los críticos, una patada en el estómago, un choque emocional, un rechazo radical, una experiencia perturbadora e inolvidable. No puede ser de otra manera: un creyente, un católico, un miembro del Opus Dei, sienten la misma repugnancia ante la falta de humanidad que narra la película. De acuerdo con las declaraciones de los que han intervenido, el guión está escrito desde la increencia. El director ha declarado en diferentes ocasiones que no comparte la visión religiosa de la vida y no comprende la actitud cristiana ante la muerte. Quizá por esa razón, los personajes que aparecen en la película como creyentes son malos sin mezcla de virtud, y los que no tienen fe son buenos sin sombra de defecto. El resultado es un cuadro en blanco y negro, un enfoque que algunos han calificado de maniqueo, y que no fomenta precisamente la tolerancia.
La orientación religiosa de los autores merece todo el respeto. Sin embargo, no sería honrado silenciar un grave problema moral que plantea la película: Camino , como El Código Da Vinci , mezcla realidad y ficción, o más bien, presenta la ficción como si fuera historia. Los espectadores salen de la proyección convencidos de que han visto algo que ha sucedido realmente. Por eso la repulsión de los espectadores es doble: les impresiona el relato y les horroriza pensar que es verdadero. La familia ya ha expresado su dolor por el tratamiento que se hace de sus personas queridas. No es difícil imaginar los sentimientos de los hijos cuando vean la imagen de su madre maltratada en las salas de cine de toda España. El Opus Dei ha publicado también una breve declaración donde recuerda que, en esta película, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Tampoco es difícil imaginar los sentimientos de quien se ve retratado de forma repulsiva.
Cambio de paradigma
El Código de Brown y el Camino de Fesser confirman, cada uno a su modo, que es difícil explicar y no es fácil entender la experiencia religiosa en un mundo que vive como si Dios no existiese. De hecho, algunos quieren ver en estos ejemplos la expresión de un choque de culturas entre el Vaticano y Hollywood, entre los católicos y la sociedad secularizada. El paradigma del "choque de civilizaciones" se ha extendido en el ámbito de la política internacional, con consecuencias muy negativas. Aplicar ese mismo esquema a la "cuestión religiosa" de las sociedades occidentales, puede incrementar los niveles de agresividad. Basta ver algunos blogs donde ciertos partidarios del Camino de Fesser escriben que ya era hora de sacudir duro a esta Iglesia de pedófilos y ladrones; y donde ciertos adversarios responden con insultos simétricos. En nuestro país, las controversias suelen ser subidas de tono. Algunos programas de televisión y algunos debates parlamentarios recuerdan aquellos chistes de Mingote donde se ve a dos hombres primitivos "iniciar conversaciones", con el garrote preparado detrás de la espalda. Por desgracia, esto sucede también en las controversias religiosas. Con frecuencia, las discusiones están contaminadas de la dialéctica política, por la cual, si yo quiero ganar, tú tienes que perder (las elecciones, las votaciones). En realidad, los términos de un debate de tema religioso deberían ser muy distintos: yo no gano si tú pierdes; sólo gano si me explico, si te entiendo, si me entiendes. En otras democracias, la religión es un elemento transversal, común a personas que simpatizan con formaciones políticas de todas las tendencias. Esta transversalidad es muy saludable para la religión y para la política, y libera los debates religiosos de la dialéctica de la confrontación. En esas condiciones, el paradigma del conflicto puede ser sustituido por el del diálogo.
Otro aspecto interesante de El Código Da Vinci fue las reacciones que provocó entre los cristianos. Cuando alguien siente un golpe, tiene dos reacciones instintivas: encogerse y defenderse. En este caso, ante lo que se percibe como un golpe moral (un retrato falso e injusto), el instinto llevaría a cerrarse y a enfadarse. Sin embargo, la reacción común de los católicos ante El Código Da Vinci fue abierta y serena. En primer lugar, abierta. Ante una ficción que es falsa no hay más respuesta que la realidad: "ven y verás". Decía Mark Twain que cuando la verdad está todavía calzándose las botas, la mentira ya ha dado la vuelta al mundo. La mentira corre mucho, pero se desmiente sola. La verdad se impone por sí misma, sin gritos ni violencia, sino por su propia fuerza interior. Por eso, la respuesta más acertada es abrir las puertas y ofrecer información. Y en segundo lugar, serena. Dos no pelean si uno no quiere. Ante un retrato injusto, es importante mantener la capacidad de diálogo, sin adoptar actitudes defensivas ni victimistas. Para romper el paradigma de la confrontación, hay que responder con respeto, también a quien consideramos que no nos respeta.
Insisto en que estas consideraciones se escriben desde la convicción de la importancia de la libertad de expresión, de la libertad creativa y de la libertad de crítica. Las personas y las instituciones con dimensión pública han de asumir con humildad sus errores y aceptar el público escrutinio. Pero todos tienen derecho a ser criticados con veracidad y respeto.
Una escritora africana define la madurez como la capacidad de darse cuenta de que podemos herir a los demás. La madurez ayuda a recorrer juntos caminos de concordia.
En mayo de 2006 se estrenó la versión cinematográfica de El Código Da Vinci, en medio de un gran despliegue publicitario. Durante los tres años anteriores, la novela de Dan Brown había vendido millones de copias y constituyó un fenómeno editorial de grandes dimensiones.
La trama de El Código posee los típicos elementos del thriller: acción, intriga, misterio. El relato de Dan Brown tiene un punto de partida: desde el siglo IV, la Iglesia habría ocultado la verdad sobre Jesucristo, destruido los verdaderos evangelios y negado que Jesús tuvo descendencia con la Magdalena. A lo largo de la historia sólo algunos "illuminati" llegaban al conocimiento de la verdad, mientras que la Iglesia oficial intentaba impedirlo por todos los medios. En nuestros días, el "brazo armado" con el que la Iglesia persigue a los iluminados sería el Opus Dei, que en la novela aparece como organización criminal y sin escrúpulos.
Uno de los aspectos más relevantes de El Código Da Vinci es su forma de mezclar ficción y realidad. En efecto, la trama utiliza elementos reales (nombres, fechas, lugares), y los combina con otros de ficción. Esto no tiene nada de extraño, si quedase claro mediante un correcto "pacto de lectura". Pero Dan Brown utiliza una calculada ambigüedad, las fronteras se difuminan y el lector al final no sabe a qué atenerse. Este recurso tampoco tendría más trascendencia, si no fuese porque Brown pone nombre y apellidos reales a sus mafias inventadas. De ese modo, la mezcla de ficción y realidad se vuelve explosiva.
Según los resultados de una encuesta realizada en Gran Bretaña, casi dos tercios de los lectores de El Código creían que el contenido de la novela era cierto (y por tanto, que los evangelios eran falsos, que Jesús tuvo hijos con la Magdalena, etc.). Con estos datos, no es de extrañar que la controversia que se planteó alrededor de El Código ocupase amplio espacio en los medios de comunicación de numerosos países. En el centro del debate se encontraba el tema de la responsabilidad de los autores de obras de ficción. Con sus trabajos crean estereotipos, originan movimientos de opinión y provocan emociones. Los periodistas también lo hacen, pero el trabajo de los informadores es juzgado con otros parámetros: no pueden mezclar ficción y realidad, ni acusar sin fundamento. En definitiva, los problemas planteados por El Código venían a recordar que la libertad de expresión, la libertad de creación, la libertad de crítica, propias de las sociedades democráticas, son compatibles con la responsabilidad y con el respeto mutuo.
El Código de Fesser
El caso de Camino es distinto de El Código Da Vinci , pero existen algunas semejanzas: trata también asuntos que afectan a la Iglesia y a los católicos; el malo de la película tiene nombre y apellidos, y mezcla ficción y realidad de forma potencialmente explosiva. Camino se inspira en la vida de Alexia González-Barros (www.alexiagb.com), adolescente madrileña que falleció de cáncer en 1985, con apenas 15 años. La Archidiócesis de Madrid ha iniciado su causa de canonización. Alexia fue tratada de su enfermedad en la Clínica de la Universidad de Navarra, donde transcurrió largos meses rodeada del cariño de sus padres y hermanos y de la atención del personal sanitario. Después de 1985 fallecieron también sus padres. Actualmente viven cuatro hermanos. A partir de la vida de Alexia se construye el guión. En síntesis, la película mantiene el envoltorio, pero modifica totalmente la sustancia: parece verdadera, pero es pura ficción. En la imaginación de los autores, Alexia es una niña que vive en un ambiente opresivo, creado por el Opus Dei y encarnado de forma muy aguda en la figura de la madre. Toda la historia del dolor de Alexia y del afecto de su familia está convertida en algo completamente distinto, en un caso de fanatismo religioso, atrofia de sentimientos y actitud masoquista ante el dolor. En el trasfondo, emerge una intención perversa: el Opus Dei pretendería aprovechar la enfermedad de la niña para construir una causa de canonización, con fines de proselitismo.
Cualquier persona normal que vea la película siente, como han dicho los críticos, una patada en el estómago, un choque emocional, un rechazo radical, una experiencia perturbadora e inolvidable. No puede ser de otra manera: un creyente, un católico, un miembro del Opus Dei, sienten la misma repugnancia ante la falta de humanidad que narra la película. De acuerdo con las declaraciones de los que han intervenido, el guión está escrito desde la increencia. El director ha declarado en diferentes ocasiones que no comparte la visión religiosa de la vida y no comprende la actitud cristiana ante la muerte. Quizá por esa razón, los personajes que aparecen en la película como creyentes son malos sin mezcla de virtud, y los que no tienen fe son buenos sin sombra de defecto. El resultado es un cuadro en blanco y negro, un enfoque que algunos han calificado de maniqueo, y que no fomenta precisamente la tolerancia.
La orientación religiosa de los autores merece todo el respeto. Sin embargo, no sería honrado silenciar un grave problema moral que plantea la película: Camino , como El Código Da Vinci , mezcla realidad y ficción, o más bien, presenta la ficción como si fuera historia. Los espectadores salen de la proyección convencidos de que han visto algo que ha sucedido realmente. Por eso la repulsión de los espectadores es doble: les impresiona el relato y les horroriza pensar que es verdadero. La familia ya ha expresado su dolor por el tratamiento que se hace de sus personas queridas. No es difícil imaginar los sentimientos de los hijos cuando vean la imagen de su madre maltratada en las salas de cine de toda España. El Opus Dei ha publicado también una breve declaración donde recuerda que, en esta película, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Tampoco es difícil imaginar los sentimientos de quien se ve retratado de forma repulsiva.
Cambio de paradigma
El Código de Brown y el Camino de Fesser confirman, cada uno a su modo, que es difícil explicar y no es fácil entender la experiencia religiosa en un mundo que vive como si Dios no existiese. De hecho, algunos quieren ver en estos ejemplos la expresión de un choque de culturas entre el Vaticano y Hollywood, entre los católicos y la sociedad secularizada. El paradigma del "choque de civilizaciones" se ha extendido en el ámbito de la política internacional, con consecuencias muy negativas. Aplicar ese mismo esquema a la "cuestión religiosa" de las sociedades occidentales, puede incrementar los niveles de agresividad. Basta ver algunos blogs donde ciertos partidarios del Camino de Fesser escriben que ya era hora de sacudir duro a esta Iglesia de pedófilos y ladrones; y donde ciertos adversarios responden con insultos simétricos. En nuestro país, las controversias suelen ser subidas de tono. Algunos programas de televisión y algunos debates parlamentarios recuerdan aquellos chistes de Mingote donde se ve a dos hombres primitivos "iniciar conversaciones", con el garrote preparado detrás de la espalda. Por desgracia, esto sucede también en las controversias religiosas. Con frecuencia, las discusiones están contaminadas de la dialéctica política, por la cual, si yo quiero ganar, tú tienes que perder (las elecciones, las votaciones). En realidad, los términos de un debate de tema religioso deberían ser muy distintos: yo no gano si tú pierdes; sólo gano si me explico, si te entiendo, si me entiendes. En otras democracias, la religión es un elemento transversal, común a personas que simpatizan con formaciones políticas de todas las tendencias. Esta transversalidad es muy saludable para la religión y para la política, y libera los debates religiosos de la dialéctica de la confrontación. En esas condiciones, el paradigma del conflicto puede ser sustituido por el del diálogo.
Otro aspecto interesante de El Código Da Vinci fue las reacciones que provocó entre los cristianos. Cuando alguien siente un golpe, tiene dos reacciones instintivas: encogerse y defenderse. En este caso, ante lo que se percibe como un golpe moral (un retrato falso e injusto), el instinto llevaría a cerrarse y a enfadarse. Sin embargo, la reacción común de los católicos ante El Código Da Vinci fue abierta y serena. En primer lugar, abierta. Ante una ficción que es falsa no hay más respuesta que la realidad: "ven y verás". Decía Mark Twain que cuando la verdad está todavía calzándose las botas, la mentira ya ha dado la vuelta al mundo. La mentira corre mucho, pero se desmiente sola. La verdad se impone por sí misma, sin gritos ni violencia, sino por su propia fuerza interior. Por eso, la respuesta más acertada es abrir las puertas y ofrecer información. Y en segundo lugar, serena. Dos no pelean si uno no quiere. Ante un retrato injusto, es importante mantener la capacidad de diálogo, sin adoptar actitudes defensivas ni victimistas. Para romper el paradigma de la confrontación, hay que responder con respeto, también a quien consideramos que no nos respeta.
Insisto en que estas consideraciones se escriben desde la convicción de la importancia de la libertad de expresión, de la libertad creativa y de la libertad de crítica. Las personas y las instituciones con dimensión pública han de asumir con humildad sus errores y aceptar el público escrutinio. Pero todos tienen derecho a ser criticados con veracidad y respeto.
Una escritora africana define la madurez como la capacidad de darse cuenta de que podemos herir a los demás. La madurez ayuda a recorrer juntos caminos de concordia.
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